Ustedes seguramente conocerán al Doctor Pedro Von Dum. Sí, el inventor genial de los anteojos con forma de estrellitas y bigotes con puntas hacia arriba.
Pues bien, les voy a contar lo que ocurrió cierta noche tormentosa. Impresionantes relámpagos se descongelaban del cielo. Dentro del laboratorio de Von Dum, el clima no era menos tormentoso. Entre el desorden generalizado se destacaba una amplia mesa sobre la que descansaba una criatura metálica.
- ¡Ya está todo listo, Ahora solo necesito que comience a llover! – decía el doctor, mientras apretaba botones de colores.
A lo que se refería el doctor, para que su experimento tuviera éxito, era que solamente precisaba 64 gotas de lluvia fueran cayendo en el receptáculo que había puesto sobre el techo del laboratorio.
No tuvo que esperar demasiado, se vio un relámpago, luego otro y otro más. Inmediatamente, las 64 gotas de lluvia fueron cayendo en el lugar indicado, presionando con su peso la palanca que puso en movimiento los pedales de una vieja bicicleta.
La velocidad que desarrollaron los pedales debía dar la suficiente energía que necesitaba la criatura…
- ¡Tiene que funcionar!, ¡tiene que funcionar! –repetía el científico en voz alta, cuando alcanzó a oír un tenue “beeep” que salió de la boca del robot.
- ¡Beeep! –exclamó entonces la criatura, un poco enojada y sentándose en el borde de la mesa.
Una vez que bajó del ventilador del techo, el doctor corrió a abrazar a su creación, su “hijo”.
- ¡Resultó! –gritó el doctor emocionado.- Ahora hay que ponerle nombre…
- ¡Beeep! –dijo el robot.
- No, demasiado corto…
- ¡Beeeeeeeep! –insistió.
- No, demasiado largo…eh…¡Ya sé! Te vas a llamar Beeper… ¿te gusta?
Así nació Beeper.
- Hola Beeper –lo saludaban los vecinos al verlo pasar.
- ¡Beeep! ¡Beeep! –respondía, amablemente.
Beeper estaba siempre dispuesto a ayudar. Según la necesidad, usaba los elementos que, como todo buen robot, tenía incorporados en su sistema.
En los extremos de sus brazos tenía destornilladores, tijeras, alicates, sierritas, limas y hasta un abrelatas, con el que abría las latas de todos los vecinos del barrio.
Además, hacía los mandados del doctor Von Dum, quien siempre lo esperaba con una taza de aceite chocolatado y tachuelas azucaradas.
- ¡Qué bueno es Beeper! –decían las ancianitas, mientras el simpático robot las ayudaba a cruzar la calle.
Así transcurrían sus días, hasta que una tarde, al salir de la ferretería, el robot Beeper la vio…
¡Tan linda era! Con su pelo dorado y sus grandes ojos negros. Beeper quedó con la boca abierta… y así regresó a su casa.
- ¿Qué te pasó? –le preguntó, preocupado, el doctor Von Dum.
- – ¡Beeep! –suspiro Beeper, como toda respuesta.
Estaba todo dicho: Beeper se había enamorado. Su corazoncito electrónico estaba cargado con la energía del amor.
“Ella me gusta”, pensaba. “Yo… ¿le gustaré? Si no se lo pregunto… ¿Cómo lo sabré?”
Resuelto salió a la calle a buscarla. Al rato, la encontró en la plaza y, al verla, sintió como un humito verde que comenzó a escapársele de las orejas. Se acercó y quiso expresarle todo lo que sentía desde aquel día en la ferretería… pero sólo pudo decir: Beeep.
Ella lo miró asombrada y Beeper salió corriendo, avergonzado. Antes de abrir la puerta de su casa, se secó los gruesos lagrimones de aceite que rodaban por sus mejillas y entró.
Por una semana, Beeper no se asomó a la calle. El doctor Von Dum comenzó a preocuparse: su robot ni siquiera probaba las deliciosas bujías asadas que le preparaba.
- Beeper… ¿Por qué no me contás lo que te pasa?, ¿No querés charlar? –le preguntó.
- Beeeep… -contestó el robot, moviendo la cabeza negativamente.
- Bueno, te voy a decir una cosa –repuso Von Dum – la mejor manera de solucionar un problema es enfrentándolo.
Beeper comenzó a procesar la frase en su enorme archivo y a analizarla con su brillante capacidad de cálculo. De a poco fue tomando una decisión.
Corriendo fue a buscarla. Luego de unos minutos, con su mirada súper potente, la distinguió doblando la esquina. Encendió las turbinas de sus talones y, en un santiamén, la alcanzó. Ella lo miró y a él se le volvió a caer la mandíbula. Ella sonrió y a él se le soltó un resorte de la cabeza.
Entonces, Beeper la tomó entre sus brazos y con todo su amor, desde lo más profundo de su alma, le susurró: Beeeeeeeeeep.
Y ella le contestó:
- Beeep, beeep –mientras los coloridos cables que estaban ocultos tras la puertita de su brazo.
¡Ella era un robot igual a él!
Tomados de la mano, se alejaron en silencio…
Desde entonces, el doctor Von Dum no sólo continúa progresando con sus experimentos, sino que cada tarde prepara dos tazas de aceite chocolatado y un plato repleto de tornillos con azúcar.
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