Un avestruz esconde los huevos que pone, pero Margarita, el avestruz de nuestro cuento, se olvidó dónde había escondido el suyo.
Margarita tenía ese nombre porque sus ojos parecían botones amarillos, rodeados de pestañas blancas.
Era la primera vez que tendría un pichón, y tan temerosa estaba de que se lo fueran a robar antes de nacer, que fue a un matorral, uno de esos lugares donde los pastos y los arbustos crecen muy juntos y en tal desorden que ninguno sabe cuáles son sus hojas ni cómo son.
Entre tanto yuyo, Margarita encontró un espacio vacío que aprovechó para hacer un pozo no muy profundo y poder poner su huevo.
Más tarde, cayó una lluviecita tibia.
- El verano está cerca, va a llegar en dos días –les avisó el agua a los pastos, así se iban preparando.
Y sucedió que un calor muy dulce que venía con el verano, llegó antes que él y buscó un lugar para descansar, y el lugar que más le gustó fue el matorral con el huevo de avestruz tapado con tierra.
El calor se recostó en ese lugar, bien amontonado, de modo que alcanzó mayor temperatura.
El cascarón se puso amarillento y aumentó de tamaño. Al crecer, se asomó a la superficie y le quedó la mitad al aire.
Y cuando el verano llegó por fin, el calor, que se había acobijado en el matorral, salió a recibirlo. Las altas hierbas se inclinaron para observar al agigantado huevo y terminaron tapándolo.
Cuando Margarita fue a buscar el huevo, el matorral estaba tan enredado que no lo pudo encontrar. ¡Pobre Margarita! Buscó y buscó, y luego se alejó, pensando que se había equivocado de lugar.
Un domingo por la mañana, un grupo de chicos exploradores encontró ese enorme huevo.
- ¿De qué animal será? –fue la pregunta que todos se hicieron.
- ¡Uhh! Debe tener muchísimos años –dijo uno de los chicos, que había advertido su color amarillento.
Y enseguida todos gritaron:
- ¡Seguro que es un huevo de dinosaurio!
María Granata