Hace algunos días, tuvimos un encuentro en el sillón con Popi y su papá, ella se acostó a upa nuestro y se hizo un bollito.
Bollito, esa era la manera en que la llamaba su bisabuela cuando era bebé.
Con su papá, nos miramos y sonreímos; la verdad es que no abundan los momentos en que podamos estar los tres juntos y sin interrupciones. Ella se puso cómoda sin tomar noción de su peso y tamaño.
Comenzamos a recordar cuando era un verdadero bollito de carita redondita y ojos grandes y curiosos, esos que todavía conserva.
Su cuerpo ahora es largo y estilizado, ya sin esos rollitos en los antebrazos ni ese pliegue en el cuello donde solíamos encontrar alguna pelusa o restos de comida.
Siento un nudo en la panza al recordarla tan chiquita, como si una parte mía quisiera entrar en una máquina del tiempo que me lleve a vivir esas escenas una vez más.
A veces discutimos, me cuestiona todo y pone en jacke mi rol de mamá. Ella me hace tambalear, tirar los dados y dar de nuevo.
Popi nació con alas y unas ganas inmensas de salir a recorrer el mundo.
Me pide pista, cada vez más, para lanzarse a la vida y yo la voy soltando despacito, pero con el impulso de querer abrazarla y acurrucarme con ella un par de años más.
En ese sillón, hablábamos de sus cambios físicos, de todo lo que había crecido su cuerpo, y, a modo de juego, le pregunto:
– ¿Qué es lo que más te gusta de tu cuerpo?
– Mi cerebro, porque con él puedo imaginar.
La escucho y sus respuestas me sorprenden. La observo grande, segura, decidida, descubriéndose. Y, llena de miedos, me animo a abrir los brazos y dejarla volar.